Un estudio destacó la importancia de los vínculos de la niñez, especialmente con los padres y otros adultos. Cómo repercuten en la resiliencia y en la regulación emocional, según expertos.
La infancia es un capítulo especial de la vida de muchas personas, ya que se forjan recuerdos entrañables y se moldean las bases para la vida adulta, especialmente en lo que concierne a las relaciones. Esto último no es casual: más allá de la simplicidad aparente de la cotidianidad de los niños, la interacción social temprana cobra una relevancia insoslayable que tiene reminiscencias durante toda la vida.
Un estudio llevado a cabo por expertos de la Universidad de Columbia arrojó luz sobre la conexión entre los vínculos afectivos en la infancia y la salud mental en la edad adulta. Publicado en la revista JAMA Psychiatry, este análisis destaca que las relaciones positivas con padres y otros adultos en la niñez están vinculadas a una mejor salud mental en la adultez.
La doctora Sara VanBronkhorst, una de las autoras del estudio, explicó en un comunicado: “Para los niños, un factor de resiliencia extremadamente importante es una relación cálida y enriquecedora con un padre, un cuidador u otro adulto. Nuestro estudio demuestra que los niños que tienen al menos una relación positiva y comprometida entre un adulto y un niño tienen menos probabilidades de experimentar depresión, ansiedad y estrés percibido más adelante en la vida”.
Utilizando datos del Boricua Youth Study (BYS), un estudio longitudinal que siguió a tres generaciones de familias durante más de 20 años, los investigadores buscaron identificar, entre otras cosas, a los llamados marcadores de resiliencia (definida por la Real Academia Española como “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”). Cabe recordar que el BYS examinó las experiencias vividas por 2.000 participantes de ascendencia puertorriqueña, con aproximadamente la mitad viviendo en Puerto Rico y la otra mitad en el sur del Bronx, en Nueva York.
Tomando parte de esa información, los autores evaluaron situaciones infantiles adversas en distintas etapas de la niñez, incluyendo abuso, negligencia y violencia doméstica. A su vez midieron factores socioculturales vinculados a la resiliencia, como por ejemplo las relaciones sociales. Bajo estos preceptos, los vínculos positivos con otras personas se destacaron como factores clave asociados con menor depresión y ansiedad, entre otros puntos.
“En este estudio en particular, queríamos reconocer que la resiliencia no se puede reducir a atributos individuales con los que uno puede nacer”, señaló Cristiane Duarte, experta que participó en el estudio y que, a su vez, dirigió el ya mencionado Boricua Youth Study.
Y sumó: “La resiliencia es un proceso. Para participar en este proceso, los niños y los cuidadores necesitan acceso a recursos en su entorno que fomenten relaciones sólidas y receptivas, así como experiencias significativas”.
Por su parte, VanBronkhorst destacó: “Los padres con los que trabajo ven que sus hijos luchan, quieren formar relaciones positivas, pero hay muchas cosas que se interponen en su camino. Deberíamos ayudarlos con clases para padres y terapia familiar; podemos educar a los maestros y a los miembros de la comunidad. Pero también deberíamos buscar intervenciones estructurales más amplias que puedan reducir las experiencias de adversidades y las causas del estrés que interfieren con la formación de los adultos”.
El doctor Alejandro Andersson, neurólogo y director médico del Instituto de Neurología Buenos Aires (INBA), se refirió a la importancia de las vivencias de la infancia y su influencia en la vida adulta: “Las vivencias que ocurren durante la infancia se almacenan en la memoria de una manera única y pueden ser diferentes de las experiencias que almacenan los adultos en varios sentidos. Por ejemplo, durante la infancia, el cerebro tiene un desarrollo muy rápido; se forman permanentemente nuevas conexiones. Así que las experiencias que son muy tempranas claramente tienen un impacto duradero en toda la estructura y la función cerebral”.
Para Andersson, “la memoria infantil deja grabados recuerdos muy fuertes, episódicos, que tienen un tiempo y un lugar, de cosas que nos ocurrieron y que solemos tener muy presentes. Por otro lado, los recuerdos de la infancia están fuertemente vinculados a experiencias emocionales. Es decir, los eventos emocionalmente significativos tienden a ser recordados con mayor facilidad y tienen un impacto más duradero en la memoria. Justamente, una característica de los recuerdos de la infancia es que están fuertemente vinculados a experiencias emocionales”.
“El lóbulo frontal, el lóbulo prefrontal, responsable del control emocional y del control del sistema límbico, y el lóbulo temporal, continúan desarrollándose hasta la adultez, ya que son las partes más recientes y humanas del cerebro. Las experiencias en la infancia influyen mucho en el desarrollo de estas áreas y afectan las habilidades cognitivas y emocionales”, amplió el neurólogo.
Y detalló: “Otro aspecto es la plasticidad cerebral, que es la capacidad del cerebro para adaptarse y cambiar en respuesta a la experiencia. En la infancia, el cerebro es muy plástico, lo que significa que es muy maleable y adaptable a nuevas experiencias, y se graba profundamente. Las vivencias positivas y enriquecedoras promueven la plasticidad cerebral de manera saludable, mientras que las vivencias negativas, el estrés y la negligencia promueven lo contrario, teniendo efectos negativos y dejando circuitos en el cerebro difíciles de manejar en la adultez”.
“Esto tiene que ver con que las experiencias emocionales en la infancia ayudan a establecer patrones de respuesta emocional. La calidad de las relaciones tempranas, la seguridad emocional, el apoyo afectivo, la seguridad, todo eso influirá en la regulación emocional a lo largo de toda la vida. Claramente, esto juega un papel fundamental en tener un adulto emocionalmente estable o inestable. Las experiencias adversas, como el abuso, la negligencia, el abandono y el trauma, aumentan el riesgo de problemas de salud mental en la vida adulta”, cerró Andersson.
A su turno, la doctora María Teresa Calabrese, endocrinóloga, psiquiatra y psicoanalista especializada en enfermedades psicosomáticas, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), dijo que: “En el psicoanálisis trabajamos mucho con lo infantil que anida en nosotros, porque ahí es donde se arma lo positivo y lo negativo, los conflictos que a veces acarreamos hasta edades muy avanzadas, de adultos, y muchas veces tienen que ver con situaciones y experiencias vividas en la primera infancia”.
“Muchas veces no somos conscientes de estas experiencias. Entonces, es importante trabajar con las experiencias infantiles para ver que algunos malestares de la etapa adulta tienen que ver con situaciones infantiles muy arcaicas, muchas veces reiteradas y que nos crean malestar”, precisó Calabrese.
Al tiempo que reflexionó: “La mayor parte de nuestras acciones, de nuestros actos, se desarrollan de manera inconsciente. O sea, hay un estímulo, hacemos una respuesta rápida. No pasa por la conciencia; tiene que ver con esas experiencias que están grabadas a fuego en nuestra memoria rígida, en nuestro disco rígido. Y tiene que ver con esas etapas infantiles”.
“Por ejemplo —profundizó Calabrese— a veces nos preguntamos por qué reaccionamos de una manera desmedida ante una situación con alguien desconocido que no nos tiene por qué afectar tanto. Pero seguramente reaccionamos con ese programa que tenemos instalado, marcado a fuego en nuestra memoria arcaica. Y desarmar esos programas no es sencillo, pero es posible”.
Así, de acuerdo a lo planteado por la psicoanalista, “en algunos casos, las peleas con un compañero de trabajo, del colegio o de universidad tienen que ver con que ese compañero es la representación de alguna situación que pasó en nuestra infancia. Incluso, las peleas con un jefe o el odio a los gobernantes muchas veces tienen que ver con las relaciones con los padres. Entonces, todas esas experiencias infantiles están marcadas a fuego en nuestra memoria y es necesario trabajar con el niño que tenemos adentro y, si es necesario, conectarnos esas situaciones y esos malestares que proyectamos en otros individuos a quienes les echamos la culpa, pero que muchas veces tienen que ver con la interacción con nuestro medio más cercano”.
El niño interior
Como vimos anteriormente, algunos de los cimientos de nuestra identidad adulta son moldeados en la niñez y nos instan, en ese sentido, a prestar especial atención y valor a ese momento de la vida. Reconocer la importancia de sanar heridas emocionales, celebrar y abrazar la autenticidad infantil muchas veces perdida puede ser el primer paso hacia una vida más plena y consciente.
De ese modo, en el compás relajado de las vacaciones, surge una oportunidad única para reconectar con una parte esencial de nuestro ser: el niño interior. Este concepto, arraigado en la psicología, se asienta, a grandes rasgos, en que las primeras experiencias y aprendizajes en la infancia dejan una huella profunda en la identidad adulta.
“El niño interior hace referencia a las experiencias, emociones y recuerdos que fuimos atravesando durante nuestra infancia. Es una parte muy íntima de las personas que guarda y preserva de la vida adulta la inocencia, la espontaneidad, la creatividad, pero especialmente guarda todas aquellas necesidades emocionales que no fueron satisfechas siendo niños”, sostuvo el psicólogo Alexis Alderete (MP 85367), especialista en trastornos de ansiedad y entrenamiento en habilidades
Y sumó: “El niño interior es una representación de lo que nosotros creemos que fueron aquellas experiencias que nos marcaron a fuego y no permitimos que se asomen a nuestra mente en la vida cotidiana actual para protegerse del malestar que generarían. Aquellas personas que no han sanado y resuelto sus experiencias traumáticas de la infancia pueden llegar a tener baja autoestima, dificultades en las relaciones interpersonales”.
“El retorno a nuestro niño interior puede vivirse como un viaje auténtico a nuestra verdadera esencia de aquello que nos invita a jugar dentro de la vida adulta, permitiéndonos disfrutar un poco más en nuestra cotidianidad sin sentir el peso de ser juzgados, dándonos la oportunidad de ser más creativos, más curiosos y especialmente equilibrar la inocencia de nuestro niño interior con la sabiduría del adulto que pudimos alcanzar”, propuso Alderete.
Finalmente, Nora Koremblit de Vinacur, psicóloga, especialista en niños y adolescentes y miembro de APA, apuntó: “Si descubrir al niño interior implica aquel aspecto primario plagado de emociones y sentimientos, uno se pregunta si sigue existiendo en nosotros siendo adultos. Los analistas tenemos como función la búsqueda y el descubrimiento de aquello arcaico que nos dejó heridas e inseguridades; evitar reconocerlas en nosotros mismos nos lleva a una armadura, una coraza”.
“Para poder ser buenas personas y mejores padres hay que saber autorregular nuestras propias emociones y evitar criar niños incapaces de poder aceptar la mínima frustración. El llamado es a mejorar en nuestro interior para evitar proyectar en nuestros hijos aquello de lo que no fuimos capaces de controlar en nosotros mismos”, concluyó Koremblit de Vinacur.
(Infobae)