Si, el otoño llegó nomas, así de rápido ya está acá, en medio de nuestras vidas, el colorido, fresco y ventoso otoño.
Al menos así era antes, muy definido en sus cambios respecto del verano y una maravilla para los ojos, cámara de fotos o celular en mano; tremendo aliado de nosotros, los guías de turismo, o saber de los lengales, hasta qué altura máximo crecen nos permiten “dominar” con un más/menos la altura de todas las montañas, y disfrutar con nuestros turistas el descubrir las paredes de árboles que comienzan a mudar del verde al amarillento, a los bellísimos ocres y nos dibujan una encantadora imagen del otoño.
Claro que depende en qué punto geográfico del planeta Tierra nos encontremos, en el nuestro, Latinoamérica, y más aún en la Patagonia, el pobre se liga las malas palabras por saber que marca la terminación ineludible del periodo vacacional, así como el inicio, también ineludible, del periodo de clases, jajaja… pobre otoño, carga sobre sus espaldas estas mochilas.
Aquí, el frescor de las mañanas, así como el de los atardeceres, es inconfundible, los árboles van acompañando con sus hojas caducas, los días de cada vez menos luz solar, hasta quedar desnudos.
El poniente del sol, de febo, es cada día más temprano y los rocíos en los techos, en las hojas, en las flores, más y más intensos, por esto el reino de los insectos y hasta algunas aves, agradecidos.
Cada montaña se torna más y más en sombra a medida que se va la tarde y, al oscurecer, aparece el Lucero. La primera estrella que se puede divisar en el cielo, bello, azul despejado y también muchas veces cargado de nubes porque se aproxima el periodo de lluvias.
Intensas, intensísimas lluvias cuando la selva valdiviana, en un sector cordillerano que compartimos más allá de las fronteras con el país hermano de Chile, característico por mantener un régimen de lluvias de aproximadamente 2000 mm anuales, lo cual favorece el crecimiento de algunas especies que necesitan el agua más que otras, tal el caso de la Caña Colihue.
Así, los ríos, que en su mayoría vaciaron bastante su lecho porque ya casi no hay más deshielo por las altas temperaturas invernales, comienzan poco a poco, aunque sostenido, a recuperar caudal, o los lagos que bajan también su caudal, dejando a la vista playas de arena volcánica, de piedras, de greda, arcilla a la vista aun cuando estuvo cubierta desde el final del verano pasado.
¡Uy! Qué lindo, las playitas llenas de palitos, troncos y juncales que se mecen al son de las danzantes aguas según el viento.
Salís a caminar a la tardecita o a la mañana y las manos, la nariz, los cachetes se te empiezan a enfriar y a poner rojos, pero también es la hora en que las aves cantan con la mayor intensidad porque quieren gorgotear lo más que puedan antes de irse a su nido, o por la felicidad del despertar de una nueva mañana que los recibe, sea con sol o aun con lluvia. Muchos se las rebuscan y cantan y cantan, vuelan de rama en rama, felices, picoteando, tal vez una fruta tardía que quedó en lo alto del árbol de manzanas o de peras, o ciruelos. ¡¡Qué gloria la naturaleza!! ¡¡Cuánto nos da!! ¡¡Cuánto!! ¡¡Gracias!!
Y aun cuando parezca que ya no habrá de esas ricas frutas estivales, llegarán, porque ya se ven en las plantas, aunque verdes, pero madurando, por ejemplo, los castaños, las nueces, y todo continuará su ciclo virtuoso, hermoso, armonioso, encantador por donde uno lo mire y lo quiera ver.
(Por Raquel Font, Guía Nacional de Turismo)