Brasil enfrenta una crisis estructural que trasciende las fronteras del delito común. En las últimas décadas, dos de las organizaciones criminales más poderosas del continente —el Comando Vermelho (CV) y el Primeiro Comando da Capital (PCC)— se disputan el control territorial, político y social del país. Lo que comenzó como una rivalidad carcelaria se transformó en una guerra silenciosa que mantiene a vastas regiones bajo dominio narco, en un contexto donde el Estado parece haber cedido parte de su autoridad.
Del encierro a la expansión: el origen del poder criminal
El Comando Vermelho surgió en 1979 en la cárcel de Ilha Grande (Río de Janeiro), donde presos comunes convivían con militantes políticos de la dictadura militar. De esa fusión nació una organización criminal con disciplina, estructura y códigos propios. En los años 80, el CV extendió su control sobre las favelas cariocas, combinando violencia, narcotráfico y asistencia social paralela.
Años más tarde, en 1993, en una prisión de São Paulo, nació el Primeiro Comando da Capital (PCC), tras la masacre de Carandiru, en la que la policía mató a 111 reclusos. El PCC se formó como una red de autodefensa carcelaria, pero pronto evolucionó hacia una organización mafiosa con estructura empresarial, disciplina interna y capacidad financiera.
Mientras el CV consolidaba su poder en Río de Janeiro y el norte del país, el PCC expandía su influencia desde las cárceles paulistas hacia toda la región, imponiendo un modelo criminal basado en la organización y la corrupción institucional, más que en la violencia visible.
Las cárceles como centros de mando
Brasil posee hoy una de las mayores poblaciones carcelarias del mundo —más de 890.000 presos— y cerca del 60% de las prisiones están bajo control de facciones criminales. Las cárceles se convirtieron en verdaderos centros de poder, donde las bandas regulan la convivencia, administran justicia interna y financian abogados y familias de sus miembros.
Desde estos espacios, los líderes del PCC y del CV coordinan redes internacionales de narcotráfico que conectan Sudamérica con África y Europa. Las rutas ilegales atraviesan Paraguay, Bolivia, Colombia y Venezuela, y utilizan los puertos brasileños —como el de Santos— para exportar drogas a gran escala.
Violencia, política y control territorial
La rivalidad entre el PCC y el CV se tornó sangrienta tras la ruptura de un pacto de no agresión en 2016, que derivó en masacres carcelarias y guerras abiertas por el control del tráfico de drogas. Miles de personas murieron desde entonces, especialmente en los estados del norte y nordeste brasileño.
Pero la amenaza no se limita a la violencia. En muchos barrios y favelas, las facciones criminales suplantan al Estado: imponen normas, administran justicia y hasta financian campañas políticas locales. Investigaciones recientes revelaron vínculos entre grupos del crimen organizado y funcionarios municipales, así como redes de lavado de dinero que llegan a licitaciones públicas y financiamiento electoral.
Un desafío que trasciende las fronteras
El fenómeno preocupa también a los países vecinos, entre ellos la Argentina, debido a la expansión transnacional de estas organizaciones. Los especialistas en seguridad regional advierten sobre el “efecto cucaracha”: el desplazamiento de los grupos criminales hacia territorios con fronteras permeables y control estatal débil.
La combinación de desigualdad social, corrupción institucional y políticas penitenciarias fallidas ha convertido al crimen organizado en un actor estructural del poder en Brasil. En muchas zonas, la población obedece más a las reglas de las facciones que a las leyes del Estado.
Un Estado en disputa
El desafío para Brasil es reconstruir su soberanía interna y recuperar el control de sus instituciones. Los expertos coinciden en que la solución no será militar, sino social e institucional: fortalecer la justicia, garantizar derechos básicos y recuperar la confianza ciudadana son pasos esenciales para quebrar el dominio criminal.
Mientras eso no ocurra, el país seguirá siendo escenario de una guerra silenciosa entre el crimen y la política, con consecuencias que amenazan la estabilidad de toda la región.
