Cristina Kirchner, un privilegio que ya excede todo límite

Columna de opinión | Por Germán Grams

El juez Jorge Gorini determinó que la ex presidenta incumplió las reglas de su arresto domiciliario al recibir, de manera simultánea, a nueve economistas en su departamento de San José 1111. La autorización original era individual, nunca colectiva. Sin embargo, el encuentro se realizó igual y, para colmo, fue difundido por la propia Cristina en redes sociales.

Ese gesto, según el Tribunal, demuestra “falta de prudencia” y desconoce la naturaleza punitiva de la prisión domiciliaria. Y no es la primera vez que ocurre: ya en los controles anteriores se había advertido que las normas debían respetarse sin excepciones. Esta vez, el juez fue más claro que nunca: si vuelve a incumplir, podrá perder la domiciliaria y pasar a una cárcel común, como marca el artículo 34 de la ley 24.660.

Argentina tiene una particularidad que erosiona la confianza pública: hay condenados que viven como si no lo fueran. En el caso de Cristina Kirchner, esto se vuelve evidente. Mientras figuras como Julio De Vido siguen sin obtener siquiera un beneficio de prisión domiciliaria, la ex mandataria —condenada a seis años por fraude al Estado— recibe visitas, organiza reuniones políticas y actúa con una libertad que muchos presos jamás podrían imaginar.

Esa asimetría, lejos de diluirse, se profundiza. Y cada episodio refuerza la sensación de que el sistema penal argentino funciona según la cercanía al poder, no según la ley.

La reunión con nueve economistas es apenas un ejemplo más de una lógica que se repite: las reglas están, pero sólo se aplican con rigurosidad a algunos. Para otros, funcionan como un piso flexible, sujeto a interpretación o indulgencia.

El fallo del Tribunal señala un punto central: la prisión domiciliaria implica restricción, no comodidad. No puede transformarse en una agenda pública encubierta, ni en un espacio de construcción política disfrazado de visitas personales.

Un encuentro de esa magnitud —más de nueve personas, durante horas, sin autorización previa— no se compadece con ningún régimen de detención. Mucho menos cuando se trata de una condenada por delitos contra el Estado, que debería ser la primera en dar el ejemplo de sometimiento a la ley.

La Justicia, al imponer las nuevas reglas, intenta recuperar control sobre una situación que, a todas luces, se desbordó. A partir de ahora, toda visita no perteneciente al círculo íntimo deberá solicitarse de manera individual, detallada y anticipada, con un límite de dos horas, sólo dos veces por semana y con un máximo de tres personas por vez.

¿Cómo puede ser que una persona condenada por robarle al país entero —porque eso es, en esencia, una condena por administración fraudulenta— pueda incumplir su arresto domiciliario sin consecuencias inmediatas, mientras tantos otros enfrentan la dureza plena del sistema penitenciario?

¿Cómo puede ser que una figura de alto peso político pueda moverse con tanta comodidad, mientras el ciudadano común que viola una norma mínima termina preso?

Esa desigualdad es lo que erosiona, día tras día, la credibilidad de la Justicia y la paciencia de una sociedad que ya no tolera privilegios disfrazados de derechos.

Algunos fanatismos seguirán defendiendo lo indefendible. Pero los hechos son claros: las normas existen para ser cumplidas, no para ser reinterpretadas según el apellido del condenado.

Lo que el Tribunal acaba de dictar no es un castigo: es un recordatorio.
Un recordatorio de algo elemental que, en este país, parece haberse olvidado:
todos somos iguales ante la ley… o deberíamos serlo.

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